lunes, 19 de diciembre de 2011

A flor de piel.



Cuando vivimos nuestro cuerpo como algo ajeno a nosotros mismos, algo no funciona como debiera. En ocasiones, tendemos a pensar que nuestro físico es algo que se nos ha dado (herencia, genética, capricho de los dioses…) o que nos viene impuesto por circunstancias externas a nuestra voluntad (el estrés, no tener tiempo para hacer ejercicio, costumbres alimentarias…). Es una manera fácil de no sentir nuestra corporeidad, de no sentirnos responsables con nosotros mismos.
Somos el cuerpo que queremos ser. Está en nuestra mano conseguirlo. No me refiero a cumplir con los cánones de belleza que imperan en nuestra cultura occidental (unas medidas de peso y altura específicas, color de cabello, ojos etc.). No, más bien somos un músico con un instrumento maravilloso en nuestras manos. De este modo, nuestro cuerpo se convierte en el violín que posee un potencial excepcional y que nosotros , con una actitud comodona y conformista, nos empeñamos en limitar. Ha llegado el tiempo en que nos podemos proponer disfrutar de todo el abanico de posibilidades corporales que, por el mero hecho de existir, tenemos a nuestro alcance.
¿Cómo podemos conseguirlo? Empezando por el órgano mayor de nuestro cuerpo: la piel. El tacto es uno de los sentidos más olvidados. Nos acordamos de cuidar de la vista y del oído, pero no hacemos mucho caso de nuestra piel. La silenciamos. Sin embargo, junto al olfato, es uno de los primeros sentidos que desarrolla el recién nacido. Nada más llegar al mundo, la piel registrará la diferencia de cambio de temperatura entre el vientre materno y la sala del parto. Servirá como canal de comunicación directo con la madre o el padre cuando se alimente al bebé, se le cambie o se le cuide. Nos guiará en nuestro aprendizaje y, por esa razón, tendremos la absoluta necesidad de tocar, palpar, todos los objetos que iremos descubriendo.
Y con todos estos antecedentes ¿por qué una vez adultos sometemos a nuestra piel a un ostracismo social y cultural? Es hermoso poder recuperar ese sentido: pasear y disfrutar de la brisa en nuestro rostro, entrar en unos grandes almacenes y notar como los pelos se erizan debido al aire acondicionado, darnos espacio para saludar a un conocido y poderlo abrazar sin resquemores ni prisas, achuchar a nuestros hijos y sentir como nuestro cuerpo se vuelve pequeño al contacto del suyo, acariciar la mano de nuestra pareja y sentir todo el amor y el respeto que encierra ese gesto.
Pero para conseguir ese grado de apertura, se necesita de un acto de voluntad y un entrenamiento.  Primero, tengo que querer hacerlo, segundo, hay que practicar. Con ejercicios sensoriales y de expresividad, escuchando nuestro cuerpo, con música… Como quien ha olvidado andar y debe descubrir como hacer para mover un pie, luego el otro, y dar el primer paso, así habrá que indagar el modo de despertar a nuestra piel. Os puedo asegurar que, una vez desadormecida, el camino será más sencillo y fluido. Estaremos más conectados con nosotros mismos, con nuestro centro y nuestra fuerza vital. Y todo este itinerario nos servirá para estar más vivos.

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