Llamo por teléfono a un colegio y
pregunto por una profesora. La persona que me atiende contesta:
- Lo siento, ha faltado.
- ¿No viene hoy? ¿Cuándo podré
encontrarla?
- No –insiste tajante- le digo que
ha faltado.
- Ah… ha faltado –repito en un intento
por aproximarme a mi interlocutor. Silencio.- y… ¿lleva días de baja?
- Faltó en primavera - confiesa al
borde del llanto.
No, no es una llamada típica, no
me sucede a menudo. Pero me da por pensar.
Cierto que vivimos en una
sociedad que huye de la muerte y de su reconocimiento. Cuanto menos la
nombremos y los encaremos (a los muertos, a los difuntos, a los cementerios, a
las mortajas, a los sepulcros) mucho mejor.
Cierto que morimos y dejamos
asuntos por atender (contratos, salidas al teatro, bodas, hipotecas, hijos que
criar, charlas, bailes, canciones por aprender, libros por descubrir, caminos
por andar…) Sin embargo, el difunto ya no siente el peso de todas esas responsabilidades
(quizás tendrá otras, dicen algunos). Y sin embargo…
… sin embargo, a los que quedamos
y no hemos partido (partir, faltar, traspasar, viajar, expirar, apagarse… por
no decir morir) nos queda un rescoldo de abandono, un “te vas y yo me quedo”, un “me has fallado” en los labios, un asomo de
reproche, un “¿qué voy a hacer ahora?”, un asombro, una sorpresa, un “cómo
puede ser”, un “¿por qué a mi?”…
Me he quedado con las ganas de
preguntarle en qué le había faltado, que lugar había dejado sin ocupar, que
promesas incumplió, que sueños se derrumbaron, que citas anuló, que tiempo se
perdió.
Y recuerdo otra conversación, de
hace unos años, cuando una joven –respondiéndome a los ojos, con una mirada que
aún no ha conocido la muerte- me dijo: “yo es que no creo en la muerte” Y la
entendí, porque yo también creo en el alma, en la energía y en toda la fuerza
de la vida. La entendí. Y me quedé con las ganas de contestar: “A la muerte le
da lo mismo que no creas en ella, ella cree en ti”. Todos morimos, ninguno
escapa. Creo en la vida. Creo en la
muerte (podredumbre, putrefacción, finiquito, reloj biológico… llámala X)
Algún clásico advierte (desde el
conocimiento, con la mirada ya enfrentada a la muerte): “Yo me voy, señora mía,
yo me voy, el alma no."
O, si alguno lo prefiere, con
palabras de mi abuela: “¿Qué te crees? Ninguno quedaremos para simiente”.
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